Poco importa que se haya llevado una cascada de Oscar. Podrían haber sido más. En todo caso, Hollywood aplicado a Bollywood, pasando por la conciencia de un director con conciencia, es responsable de que Slumdog Millionaire forme parte de la historia del séptimo arte a ritmo de tabla y sitar. La última escena, una coreografía en la estación de tren, debería unirse al “a Dios juro que no volveré a pasar hambre…”, a Gilda quitándose el guante o a la baronesa Blixen entrelazando los dedos con su amante en una avioneta con el motor parado.Slumdog Millionaire no sólo es un espectáculo visual, sino la prueba de que el cine es un buen canal para el pensamiento; de que el cine sirve para recapacitar; de que el cine puede conducir al espectador, incluso, al propósito de enmienda.
Al menos, yo lo experimenté sentado en la butaca y sin palomitas (me revienta la costumbre de mezclar el drama con el olor de la mantequilla o, lo que es peor, con el de la salsa de los nachos. Hay cintas ante las que debería estar prohibido comer). La vida de los tres personajes, desde que son niños de la calle en un slum de Bombay hasta que terminan por convertirse, respectivamente, en mozo del té de un locutorio telefónico, en prostituta de lujo y en matón, es una radiografía de los efectos devastadores del mal y de la capacidad de redención del hombre -¡de todos los hombres!- a través del amor.
Porque es el amor lo que redime a la triada. Un amor idealizado, de infancia, en el caso del mozo y de la prostituta. Un amor de arrepentimiento en el caso del matón de baja estofa. Y por encima de sus problemas concretos, que son conmovedores -sobre todo al considerar la edad en la que deberían haber disfrutando con juegos y enseñanzas-, la necesidad universal de que la Historia tenga un juicio definitivo. Es decir, de que Dios llegue a poner en balanza el bien y el mal que hicimos, el bien y el mal que no fuimos capaces de hacer. Entonces no solo comprenderemos muchas de las contradicciones con las que escribimos este tiempo, sino que veremos que son compensados con magnanimidad los desheredados que ahora ni siquiera ocupan un segundo de nuestros pensamientos.
Será admirable contemplar “un cielo nuevo y una tierra nueva” en la que los niños de los slums, aquellas chicas que fueron obligadas a prostituirse, las madres iletradas que dieron por sus pequeños hasta la vida y, sobre todo, los héroes anónimos que dejaron riquezas, amores y haciendas por atenderlos… reciben el ciento por uno junto a la vida eterna, convirtiéndose en coherederos de una eternidad en la que no habrá lágrimas, dolores ni amarguras. Todo eso me hizo pensar Slumdog Millionaire, como si fuese un libro abierto, el albur de un futuro necesario.
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